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Sentirse culpable al comer

Este artículo publicado por Milagros Pérez Oliva el 26 de noviembre de 2006 en El País, recoge diversos testimonios que creemos relevantes incluir en nuestro blog.

Esperamos os sea de utilidad.

Culpables de comer, por Milagros Pérez Oliva

La empanada parece rica, pero ellas mastican clavos. Aprietan las mandíbulas con desgana, como en una penosa obligación. Hace un momento todo era luz y alegría en la unidad de anorexia del hospital de Ciudad Real, pero de repente ha caído sobre ella un silencio plúmbeo, mineral: es la hora de la comida, el momento más difícil del día. Las seis enfermas miran la bandeja como si estuviera llena de gusanos, pero están allí porque quieren curarse, de modo que toman el tenedor y empiezan a oficiar una ceremonia de gestos lentos, reconcentrados. Las que llevan más tiempo parecen más sueltas. Las que acaban de ingresar lo pasan peor. Saben que tienen 40 minutos y que no han de dejar nada, ni las migas del pan. Llevarse un trozo de carne a la boca supone para ellas un esfuerzo ciclópeo, pero aquí no valen triquiñuelas: no vale agacharse para toser y dejar caer en el zapato la bola que no pueden engullir, no vale esconderla en la manga ni camuflarla en la servilleta. Parece la comida de un duelo y en realidad lo es: en cada bocado experimentan la pérdida de esa delgadez ideal que nunca acaban de alcanzar y sienten que se traicionan a sí mismas: se sienten culpables por comer.

Cada día se diagnostica un nuevo caso de trastorno alimentario en esta unidad que dirige el psiquiatra Luis Beato Fernández. En el mejor de los casos, la historia clínica tardará años en cerrarse y muchas tendrán que ingresar varias veces antes de recibir el alta. La anorexia es un túnel muy oscuro y muy largo del que no se puede salir sin ayuda. Maite tiene sólo 15 años y acaba de entrar. Emma, de 26, lleva ya diez de travesía y justo ahora comienza ver la luz de la salida. No lejos del hospital, en una agradable casa con patio, Rosa Arjona encara la cuarentena con un gran motivo de ilusión: su pequeña hija María. Ella también pasó por el túnel, pero ahora se considera vacunada. «Por nada del mundo querría volver a aquel sufrimiento», dice, mientras enreda sus dedos en los rizos sedosos de su hija.

En los últimos años se ha producido en España una eclosión de los trastornos de la alimentación, que afectan ya al 4% de las adolescentes. Y no parece un fenómeno pasajero. Un estudio de Teresa Rodríguez Cano publicado en Revista Europea de Psiquiatría (número 20, 2005) alerta de que hay mucha enfermedad oculta, no diagnosticada, y unas perspectivas preocupantes: el 20,6% de las chicas y el 8% de los chicos están en riesgo de enfermar. «Nunca se había dado tal explosión de patología y sufrimiento como ahora. No sólo emerge un problema soterrado, está aumentando también la incidencia», sostiene Luis Beato. Aunque ahora afecta a un chico por cada diez chicas, también aumenta entre los varones, como ha constatado la unidad de trastornos de la alimentación del hospital de Bellvitge (L’Hospitalet, Barcelona): «Es un problema claramente en aumento. En los últimos cinco años hemos visto más de 90 casos en varones y diagnosticamos unos diez nuevos al año», explica su coordinador, Fernando Fernández Aranda.

En la anorexia, las pacientes dejan de comer y a veces vomitan lo poco que comen para perder peso. En la bulimia se alternan periodos de ayuno con grandes atracones que luego vomitan. Pero ambas tienen en común una obsesión por perder peso que acaba en descontrol. El trastorno suele iniciarse entre los 16 y 18 años, aunque cada vez hay más niñas de 12 y 13. Y también de 40 y 50. En EE UU está emergiendo un fenómeno inquietante que también apunta en Europa: la anorexia tardía. Afecta a mujeres de mediana edad, muchas de ellas ejecutivas y profesionales de éxito, que luchan desesperadamente por mantener una figura atractiva para no ser expulsadas del mercado del amor.

¿Qué factores explican la eclosión de un fenómeno que hace apenas unas décadas era casi testimonial? ¿Cómo es posible que chicas brillantes, cumplidoras y eficientes puedan perder por completo la noción de su cuerpo y caer por una espiral tan autodestructiva? «Es un fenómeno complejo en el que intervienen factores biológicos y culturales: una determinada vulnerabilidad personal, combinada con una cultura que ensalza la delgadez como ideal de perfección. No se nace con el trastorno, se nace con una predisposición que sólo desembocará en enfermedad si hay factores desencadenantes», explica Luis Beato. «Que la presión cultural está ahí, se ve a nivel clínico. Todas las chicas están sometidas al imperativo de la delgadez, pero sólo desencadena un trastorno en aquellas que tienen una vulnerabilidad por factores biológicos y de la personalidad», corrobora Fernández Aranda.

En el 95% de los casos el trastorno comienza con una dieta severa. Beato utiliza una frase muy elocuente: «La cultura carga la pistola y la dieta aprieta el gatillo». En el caso de Emma, el disparo se produjo a los 16 años. «En realidad, nunca fui gordita, pero como quería ser perfecta en todo, empecé a hacer una dieta y perdí diez kilos en quince días. Poco a poco vas cayendo en una espiral. Como ves que puedes, vas comiendo cada vez menos hasta que un día mi madre me dijo: ‘¡ya vale de dietas!’, y me puso un cocido para comer, pero no pude ni probarlo. Ahí me di cuenta de que algo iba mal, pero ya era tarde, ya había perdido el control». Emma era una estudiante de matrícula de honor, pero conforme la balanza se desplomaba caía también su capacidad de concentración. Y su sociabilidad. «Se te agria el carácter porque tienes mucha hambre, pero no quieres comer; luego, no puedes comer aunque quieras».

Emma es médica y trabaja en un hospital cercano a Madrid. Ha estado ingresada en la unidad de Ciudad Real y ha regresado para un control, con gran regocijo de sus compañeras. Las fotos que cuelgan de las paredes atestiguan que es muy popular. Sentada en sus rodillas, Maite la observa con ojos encandilados, como si fuera una diva. Ella está aún ingresada y la cuidadora le ha traído un bocadillo que intenta comerse, pero, al poco, todo el pan aparece desmigado por la mesa. «Maite, recoge esas migas», le dice, cariñosa pero enérgica, Ángela Sánchez. Ella las recoge y se las lleva a la boca, pero los dientes se le cierran y es patético ver cómo sus dedos menudos han de empujar con fuerza unas miserables migas que su cuerpo rechaza como si fueran amanitas venenosas.

Hay dos rasgos del temperamento, según Beato, que predisponen a una anorexia: la tendencia a concebir cualquier cambio como un peligro y una fuerte dependencia de la recompensa, lo que les da una gran capacidad para mantener el esfuerzo aunque se demore la gratificación. El mismo perfil de miedo al cambio, pero con un carácter más proclive a la búsqueda de sensaciones, predispone a la bulimia. En cualquier caso, un factor común a ambos trastornos es la necesidad patológica de obtener la aprobación de los demás. Por eso son cumplidoras y eficientes. Pero el rasgo de la personalidad más vulnerable frente a la anorexia es el perfeccionismo. «Suelen ser chicas controladoras y muy exigentes.

Eso las lleva a ser muy críticas consigo mismas, lo que a la larga se traduce en una baja autoestima», explica Luis Beato. «Cuanto mayor es el ideal, más difícil es alcanzarlo y más afectada queda la autoestima. Éste es un elemento nuclear del trastorno. En un momento determinado, en situaciones de estrés, toda esa energía, toda esa ansia de perfección, se canaliza hacia el cuerpo porque es algo que pueden controlar».

Es una gran paradoja que chicas de expediente brillante, con tantas aptitudes para el éxito y el liderazgo, tengan al mismo tiempo tan baja la autoestima. ¿Se puede culpar de ello a la familia, al trato recibido? «En absoluto», responde Beato. «La autoestima no tiene que ver tanto con lo que han recibido como con la magnitud de las expectativas que ellas tenían. Hay niñas muy brillantes, que han sido muy gratificadas por sus padres y tienen, en cambio, muy baja la autoestima. Si la niña es muy exigente, nunca se sentirá suficientemente gratificada».

Eva San Juan tiene 18 años y un expediente académico de sobresalientes. Se define como perfeccionista e hiper-responsable, siempre dispuesta a asumir nuevas obligaciones. Vive en Logroño y hace dos años decidió crear un foro en Internet (Cristales Rotos) para contrarrestar las páginas Proana y Promía, en las que se pueden leer consejos para persistir en la anorexia, como: «Anota todo, absolutamente todo lo que te llevas a la boca, y castígate cuando te pases», o «báñate en agua helada y no te abrigues, así el cuerpo tendrá que quemar calorías para mantener la temperatura». En Cristales Rotos, Eva y otras 200 chicas se intercambian consejos y ayuda para huir de ella. A Eva la atrapó casi sin darse cuenta, cuando sólo tenía 12 años: «Ves que tienes un poco de tripita y un día dices: me voy a quitar de desayunar. Luego empecé a correr por las mañanas, pero las curvitas seguían ahí, de modo que decidí comer menos. Al poco estaba ya obsesionada con la balanza».

Ese es el momento fatídico. Cuando la balanza se mete en la cabeza de las chicas, tiende a ocupar todos los resquicios de su pensamiento: «Primero me pesaba cada mañana. Luego, cada diez minutos: me ponía un grano de uva en la boca y corría a pesarme», dice Eva. Para entonces ya hacía tiempo que bebía mucha agua para engañar al hambre y ya se había convertido en una maestra en el arte de hacer desaparecer la comida. Con 1,63 de altura, la balanza bajaba y bajaba, y con 40 kilos aún no se veía suficientemente delgada. Un día su madre se sentó delante de ella y la encaró con la realidad. Eva se agarró a ese salvavidas y ahora lucha por salir a flote, pero aún tiene medio cuerpo dentro del agua.

«El prototipo es una chica con ligero sobrepeso obsesionada por la figura que empieza a hacer dieta a veces con la colaboración de la madre, que en ese momento lo valora como positivo, y eso la refuerza en su decisión», explica Fernández Aranda. «Cuando ha bajado cinco kilos se siente triunfadora. En una persona con inseguridad latente, este logro le produce una satisfacción muy parecida a la que le dan los estudios. Y eso la induce a persistir. De hecho son más conscientes de las consecuencias positivas (perder peso) que de las negativas (los problemas para la salud)».

Beato habla de factores que predisponen y factores que precipitan. El estrés emocional puede ser un desencadenante. Su equipo inició en 1998 un estudio para observar la evolución de 1.700 adolescentes de 12 y 13 años. Al cabo de dos años, 40 de ellos habían desarrollado un trastorno de la alimentación. Entre los que no se sentían suficientemente queridos por la familia había el triple de casos que entre quienes se consideraban queridos, lo cual no significa necesariamente que los primeros no lo fueran. «De hecho, las relaciones familiares de las niñas anoréxicas no son más conflictivas que las de las niñas normales», sostiene. Curiosamente, el malestar que en las chicas daba lugar a un trastorno de la alimentación, en los chicos conducía al abuso de drogas.

Rosa Arjona tiene claro que lo que a ella la empujó fue el estrés: «Tenía 30 años y de repente me encontré en un psiquiátrico, con los locos. Estaba fatal, pero yo no me había dado cuenta. Vivía, eso sí, en una gran tensión porque hacía poco que me había casado, acababa de abrir un negocio y sentía una gran responsabilidad. Cuando me dijeron que tenía anorexia, ni siquiera había oído hablar de ella. De hecho no me había dado ni cuenta de que estaba tan mal. Empecé a comer poco y cada vez comía menos, pero nunca me vi delgada, ni me alarmó que se me cayera la ropa. Luego me entró una gran ansiedad, una obsesión por mejorarlo todo. Limpiaba sobre limpio. Ya no eres dueña de tu pensamiento, pierdes el humor y te vuelves irascible. La comida pasa a ser el centro de todo. Como el resto de las cosas se te escapan de las manos, sientes que eso lo puedes controlar, y te obsesionas. Cuando comes, te sientes terriblemente culpable. Así estuve ocho años, cinco de ellos sin regla».

Llegó un punto en que no podía siquiera tocar la comida. Con 1,68 de estatura pesaba 34 kilos. «No me podían tomar la tensión, de delgada que estaba: tenía 2 de mínima y 6 de máxima. Luis, mi marido, me decía: ‘Te vas a morir’. Y yo pensaba: bueno, así descanso. Porque, en el fondo, estás muy cansada. Morirse para no estar así. Es una forma de salir. Ya no te llena nada en la vida, y sufres mucho, de manera que si te mueres, descansas. Es terrible, porque tienes ahí la gente que te quiere, y tú ni la ves; no te dejas ayudar porque has construido un muro a tu alrededor».

Rosa tuvo la suerte de que su marido estuvo siempre a su lado, con un amor a prueba de desaires. También el padre de Maite está ahí, soportando los desplantes de su hija con la mejor cara que puede. Cuenta que empezó a preocuparse cuando vio que aquella niña dulce y alegre se volvía irritable, extraña y en poco tiempo había adelgazado muchísimo. Hacía tiempo que la oía levantarse temprano y abrir la nevera, oía el ruido de los cereales sobre el tazón, la cucharilla removiendo la leche. Pero un día se levantó sigilosamente y observó: era puro teatro, ni un grano de maíz se llevaba a la boca. Maite pesaba 37 kilos cuando ingresó. «Es muy duro ver que tu hija se transforma en un ser triste, insufrible. Y cuando ves que recae una y otra vez, te hundes; pero si quieres que salga, tienes que luchar con ella», dice.

Algunos padres tienen dificultades para comprender el proceso. Piensan que son «tonterías de la edad» y culpan a esas fantasías que obnubilan la mente de las chicas. Como en general se manejan peor en las cuestiones emocionales, a veces expresan su impotencia y su dolor con una crueldad de la que luego se duelen y arrepienten. «¿Para qué te voy a invitar a un solomillo?, ¿para tirar 20 euros al váter? Mejor te pides una hamburguesa, que es más barata», le dijo su padre a Nora, una de las chicas que participa en el foro Cristales Rotos.

Lo que más le afecta a Eva es ver a su madre llorando y sentirse culpable: «Culpable por esos días en los que deseo no haber nacido, en los que me llamo monstruo, porque sé que mi vida no sería tan asquerosa si mi físico fuera diferente; esos momentos de desesperación en que quieres acabar con todo y corres al baño, pero no para meter la cabeza en el inodoro, sino para sentarte en la taza y coger una cuchilla y pasarla por la muñeca, hundir la hoja… y cuando ves brotar la sangre, el miedo te para y te dices: cobarde, no tienes valor…». Cuando recae se siente fatal, porque no quiere decepcionarla explicándole que vuelve a mirarse el vientre sin poder evitar el deseo de romper el espejo o romperse a mí misma.

«Cuando has ganado peso, ves las fotos de antes y añoras que se te vean los huesos. Recuperas peso, pero la enfermedad está ahí. Vuelves a perder y cuando te notas el hueso, te pones contenta». Eva pesa ahora 45 kilos, pero tiene miedo porque no quiere adelgazar pero tampoco engordar. «Temo el asco que me producía verme con 56 kilos, la vergüenza que sentía al salir a la calle. El recuerdo obsesivo de lo mal que lo has pasado actúa como un imán que te vuelve a hundir en el pozo». Tres de las chicas que participaban en el foro están muertas y ella se siente en filo de la navaja. Dice que algunas veces ha pensado en el suicidio: le ha dado asco de esa vida sin libertad, siempre atada al lavabo, siempre inclinada para vomitar. «Pero al final eres cobarde y lo dejas».

Una vez desencadenado el trastorno, adquiere la fuerza de un torbellino. A la distorsión del pensamiento -«no me va a querer nadie si estoy gorda»- le sigue una alteración emocional y una distorsión de la percepción de la propia figura. Realmente, aun estando esqueléticas, se ven gordas. Su cerebro las engaña. En una investigación realizada en Estados Unidos se pidió a las enfermas que señalaran en un espejo el límite de su silueta: todas la dibujaron más ancha de lo que era. Recientes experimentos mediante SPECT (tomografía procesada por emisión de fotón único) han mostrado que, cuando se miran al espejo, en las chicas anoréxicas se activa una parte del cerebro distinta de la que se activa en las sanas.

Conforme avanza la enfermedad, el cuerpo va acusando sus estragos. Sin una buena nutrición, el calcio no se fija en los huesos, de modo que el primer efecto es la descalcificación ósea. Como la menstruación implica pérdida de sangre, también dejan de tener la regla. El organismo necesita energía y, si no se le suministra, se adapta para gastar la mínima posible. Lo primero que hace es reducir la que destina a calentar el cuerpo, de ahí los escalofríos. Esa manera de estar siempre encogidas, en un ovillo, es porque el cuerpo busca las posturas que mejor conservan el calor. Al final, el organismo lucha tanto que a algunas anoréxicas les vuelve a salir lanugo, esa pelusilla que tienen los bebés para mantener el calor corporal. Vomitar cada día tampoco sale gratis. El ácido corroe de tal modo los dientes que muchas enfermas acaban con dentadura postiza.

Si el proceso no se detiene y se invierte la espiral, el final puede resultar trágico. Un metanálisis publicado en el American Journal of Psychiatry llega a la conclusión de que, en las últimas tres décadas, el pronóstico de la anorexia y la bulimia no ha cambiado. Éste es el cuadro: un 47% de las enfermas se recuperan totalmente; entre un 20% y un 30% se recuperan lo suficiente para llevar una vida normal, pero no acaban de librarse de las obsesiones; el 20% restante se cronifica, y un 6% acaba muriendo, en la mayoría de los casos por suicidio. Incluso en los casos más favorables, la recuperación lleva años. «El problema es que la anorexia comienza cuando todavía son niñas y se hacen adultas estando enfermas. Están a caballo entre la psiquiatría infantil y la del adulto, y eso es un problema en un tratamiento tan largo. La red asistencial no se ha adaptado a las necesidades de esta patología», sostiene Beato.

En los países anglosajones hay equipos y unidades específicas, pero en España, en la mayoría de los casos, se tratan en las unidades de psiquiatría de los hospitales, compartiendo espacio con la depresión mayor y la psicosis, algo que, según Carmen González, presidenta de Adaner, no favorece precisamente la recuperación. «En Madrid sólo tenemos una unidad específica en el hospital del Niño Jesús, pero cuando la paciente cumple 18 años, ya no puede seguir. Las familias están desesperadas. Muchas se resisten a ingresar a sus hijas en una unidad de psiquiatría y una plaza en una clínica privada puede costar entre 6.000 y 8.000 euros al mes», explica Carmen González.
Una comisión creada en el Instituto Carlos III está estudiando cuál es el modelo de atención más idóneo. Carmen González defiende el de la unidad de Ciudad Real, que se ha convertido en un referente en España por el éxito del método terapéutico que aplica. De 900 enfermas tratadas, sólo una ha fallecido. «En muchos casos se aplican tratamientos conductuales, basados en la dinámica premio / castigo como elemento de motivación. Se dan beneficios asociados a la ganancia de peso. Ese método puede dar algún resultado en adolescentes, pero es muy poco apropiado para la edad adulta», según explica Beato. La terapia que aplican él y la psiquiatra Pilar Baos en Ciudad Real se basa en técnicas motivacionales: «Muchos especialistas esperan que la motivación venga del paciente, pero en nuestro enfoque la falta de motivación es un síntoma más de la enfermedad que hay que tratar».

Si en la base de la anorexia hay un problema de autoestima, uno de los objetivos será aumentarla. El problema es que se puede ganar peso en el tratamiento, pero ¿cómo ganar autoestima? «Lo que puede hacer que una enferma mejore es trabajar su autoeficiencia. La autoestima mejorará cuando la paciente perciba que hay cambios. Y para ello hay que ayudarla a no confundir querer con poder, a valorar más la intención que los resultados y aceptar que la recaída no es un fracaso, sino una parte del proceso de recuperación. Es importante que aprenda a cuidarse y a quererse a sí misma». Para Beato, es fundamental «que la paciente se entienda, que pueda hablar de sí misma, que se pueda perdonar. Sólo así podrá entender qué le ha pasado. Y lo que ha pasado, muchas veces, es que dejar de comer ha sido su forma de superar otras carencias, de intentar mejorar su propia vida. Ha de entender que, aunque se equivocó en la forma, lo que hacía era buscar la felicidad. El día que empiezan a quererse, a perdonarse, empiezan a recuperarse».

Rosa Arjona no sabe qué factores influyeron en el cambio, pero sí tiene claro que hubo un punto de inflexión. Recuerda un día que su marido, que ha luchado por ella lo indecible, la llevó a pasear y, como quien no quiere, acabaron en un merendero. «¿Y si tomamos algo?», le sugirió. Ella se sorprendió pensando que si comía en medio de toda aquella gente, tal vez se sentiría menos culpable. Un pensamiento agradable. Un día, al llegar a casa, le ocurrió algo insólito: le apeteció un cola cao. «Me sentó fenomenal. Y hasta bostecé». Por primera vez en muchos años se sintió relajada, a gusto consigo misma. Empezó a apreciar los paseos al sol, a disfrutar de la casa nueva. Ganaba cinco kilos y los volvía a perder. Le daban el alta y volvía a ingresar, pero iba a mejor y empezó a tomar cuerpo la ilusión por tener un bebé. Aún tuvo que esperar cinco años a que le volviera la regla, pero su hija María es ahora la prueba de que se puede salir del túnel.

Teniendo en cuenta la evolución de los últimos años, al reto de mejorar la asistencia se añade el de la prevención. Tanto los psiquiatras y especialistas como las asociaciones de afectadas tienen muy claro dónde se debe intervenir: en la moda y en la publicidad. «Es evidente que estamos ante un problema de nuestra cultura, porque tenemos al mismo tiempo una epidemia de sobrepeso y un aumento de los trastornos de la alimentación», sostiene Fernández Aranda. «El modelo estético de mujer que se propone es un modelo enfermo», añade Beato. «Es un modelo andrógino en el que se rechaza de hecho la forma femenina. Ese modelo depende de los diseñadores de moda y lo difunde la industria del adelgazamiento. En un mundo en que la imagen es tan importante, el bombardeo publicitario que fomenta la delgadez extrema se convierte en un factor desencadenante de la anorexia». La presidenta de Adaner va más lejos: «A muchos diseñadores sólo les interesa el cuerpo de la mujer como percha; en realidad no quieren que se vea el cuerpo, lo que quieren que se vea es la prenda».

Lucía Cordeiro, gerente de la Asociación de Creadores de Moda, rechaza de plano estos argumentos: «Del mismo modo que no se puede culpar al piloto Fernando Alonso de que la gente vaya por la carretera a 200 kilómetros por hora y se mate, tampoco se puede culpar a la moda de la anorexia. Estamos dispuestos a colaborar en lo que podamos, pero creemos, humilde y sinceramente, que la moda no tiene tanta influencia como para ser la gran causa de la anorexia. Hay otros factores que influyen más, como la publicidad de cosmética, cirugía estética y productos para adelgazar». El acuerdo que han suscrito la Asociación de Creadores de Moda, que preside el diseñador vasco Modesto Lomba, y la Pasarela Cibeles «es un precedente que debe extenderse», según Carmen González. Después de años batallando en el terreno escurridizo de las tallas, se ha encontrado la fórmula: no desfilarán modelos que tengan un índice de masa corporal (el peso dividido por la talla al cuadrado) inferior a 18. La Comunidad de Madrid ha jugado un papel ejemplar al propiciar un acuerdo que ha levantado mucha expectación. La alcaldesa de Milán está estudiando este precedente, y una de las especialistas más reputadas del mundo, Janet Treasure, encabeza en el Reino Unido un escrito firmado por más de 40 psiquiatras que reclaman medidas parecidas para las pasarelas de Londres. «La siguiente batalla será la de la publicidad, porque no es normal que tantas mujeres se sientan a disgusto con su imagen», concluye Carmen González.

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Fuente: El País

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